Como maestra y bibliotecóloga, mi aporte sobre el tema de la lectura se basa en los años de trabajo como profesional en ambas áreas. El marco teórico para ser maestra me fue proporcionado por el Instituto Normal de aquella época. Bien cierto es que a la hora de enfrentar el desafío de enseñar a leer a un grupo de niños de primer año, la ayuda salvadora llegó de maestros con larga experiencia que compartieron metodologías y diferentes estrategias para salir del paso. Comprendí entonces que los aportes teóricos eran válidos en tanto que se acompañaran de las prácticas. La teoría se hacía carne, y no un mero ejercicio de memorización de autores y citas para regurgitar en un examen.
Dominar un importante caudal teórico es vital para la formación en cualquier carrera. Realizar una práctica sistemática, meditada y evaluada es lo que realmente hace a un profesional.
Como bibliotecóloga en el área de bibliotecas escolares e infantiles, mi formación se enriqueció gracias a otras disciplinas, y fundamentalmente al encuentro con la Literatura Infantil y Juvenil. Desde 1962 a la fecha he estado en contacto permanente con una bibliografía de cientos de títulos provenientes de esa literatura.
Esos libros fueron y son leídos por niños y jóvenes, y en forma asidua recibo opiniones sobre su lectura.
También son leídos, disfrutados y analizados por adultos con los que intercambiamos criterios de selección, y acompañamos nuestra tarea con el aporte de diferentes teóricos especializados. Esta firme propuesta de acercamiento a la literatura infantil nos avala, hace creíble nuestro hacer. Aseguramos que la Literatura Infantil existe, goza de buena salud, pero sigue siendo maltratada por el didactismo que se empeña en usarla
con fines propios. Este desconocimiento distorsiona, confunde, genera malas prácticas y aleja de los niños todas las posibilidades que ella brinda. Considero a la literatura infantil un lugar de partida, sólida base desde la cual se puede construir al futuro lector.
El título de este artículo parte de la aseveración “La voz que lee genera lectores”, y es en esa certeza en la que baso estas reflexiones. Creo de vital importancia aclarar que por lector entiendo e incluyo al que todavía no lee convencionalmente, y también a aquel que presenta dificultades en el aprendizaje de la lectura. Todo niño en la etapa inicial se conmueve frente a un libro de imágenes, y no quiere dejar de mirarlo una y otra vez; ese niño está leyendo. Y aquellos otros niños que a viva voz “hacen que leen” no las palabras que se les resisten, sino las imágenes que los habilitan, son también lectores.
Una tarea ineludible de la escuela es la enseñanza de la escritura: prácticas de enseñanza en las que estamos entre el producto esperado y el proceso realizado.
Un proceso por el cual nuestros alumnos transitan para poder apropiarse de las competencias necesarias y resolver con éxito las propuestas con las que los maestros pretendemos que sean parte de la cultura escrita.
Nuestro deseo es que estas experiencias con la escritura no se les conviertan en molinos de viento que deban enfrentar cual quijotes.
Recordemos que «La alfabetización constituye un proceso profundamente social» (Cano et al., 2006:20). Hablamos de niños competentes en el uso de la lengua, pero ¿qué es lo que los docentes necesitamos, transmitir? ¿Cuál es la mejor manera para hacerlo? Y más aún, ¿somos conscientes de nuestro papel de mediadores entre nuestros alumnos y esa cultura?
En esa búsqueda didáctica y pedagógica me preocupa cómo organizamos las prácticas de la enseñanza de la escritura en la escuela y de qué manera damos cuenta de ellas, pues periódicamente, en los cursos de actualización en servicio, observo docentes preocupados y ocupados en este tema.
En las planificaciones de los maestros encuentro palabras como reescritura, proceso cognitivo, revisión... Sin embargo, cuando indago sobre las propuestas realizadas, estas no reflejan ese discurso teórico que considera a la escritura como un conjunto de procesos.
Estamos entre el “cielo” de las teorías y la “tierra” (o territorio) de nuestras prácticas de enseñanza y... en medio estamos los docentes (y los alumnos), parados, buscando caminos, observando desde abajo e intentando, de vez en cuando, surcar los aires.
Un cielo que en ocasiones nos parece inalcanzable, pero en otras lo sentimos como el paraíso cuando logramos “la bajada” a tierra y lo aplicamos en nuestras propuestas de aula. Y es el paraíso cuando vivenciamos el cambio, producimos avances y nos apropiamos de los saberes.
Es notorio que hay dicotomía en las prácticas de enseñanza, donde las propuestas tradicionales imperan en las consignas con las que invitamos a nuestros alumnos a producir textos escritos. Inclusive cuando nos atrevemos al planteo de borradores, nos quedamos sin saber qué hacer desde allí, cómo provocar desafíos y avances en su escritura. ¿Cómo intervenir?
¿Entendemos todos lo mismo cuando estamos hablando de intervención docente, específicamente en la escritura? ¿Qué pasa cuando analizamos las producciones escritas elaboradas por nuestros alumnos?, ¿dónde debemos hacer foco?, ¿miraremos el medio vaso lleno o el medio vaso vacío?
¿Realmente somos capaces de ver los logros y los aspectos que están en desarrollo en la escritura del niño como escalones en ese proceso, o solo seguimos “corrigiendo” los déficits encontrados en estas escrituras?
¿Hasta cuándo será el maestro el único destinatario de las composiciones escritas y, a su vez, el único “ojo experto” que diga, marque o subraye “errores” en las páginas de los cuadernos escolares?
En este proyecto, los niños de Educación Inicial están habilitados a participar de reales situaciones didácticas para saber más sobre los fenómenos de “el
día y la noche” en un contexto de estudio. Este contexto conjuga prácticas relacionadas con la lengua escrita y las ciencias naturales, mediadas por las nuevas tecnologías para generar espacios de reflexión, intercambio y construcción en las aulas de los más pequeños.
Trabajar en proyectos, como modalidad organizativa de enseñanza, nos brinda un hilo conductor a través del cual abordar las distintas situaciones didácticas en función del propósito que se persigue. Esta idea se contrapone a las actividades “desligadas entre sí”, que promueven la fragmentación del saber.
En esta propuesta, los niños tienen la posibilidad de explorar y entrar en contacto con materiales que no han sido escritos especialmente para ellos, para obtener información general y respuestas a interrogantes específicos; producen textos intermedios para conservar y organizar la información, y modos de comunicar lo aprendido.
Esta experiencia nace a partir de una conversación, el día siguiente a un eclipse lunar. Desde la entrada al jardín, los niños se muestran muy interesados sobre la temática (“yo ayer vi el eclipse”, “la luna se puso roja”, “estaba toda blanca y después quedó roja”, “duró mucho tiempo, yo salí y entré muchas veces”). Después de los comentarios surgieron algunas interrogantes (“¿por qué la luna se veía roja?, “parecía que cambiaba la forma, ¿por qué?”, “la luna es blanca, yo no sé por qué se puso roja”). A partir de sus comentarios, observaciones e interrogantes se comienzan a delinear las bases del proyecto. La docente les propone comenzar a buscar información sobre el eclipse, la Luna, el Sol y la Tierra para poder dar respuesta a las inquietudes planteadas.
A pesar de que parece existir un consenso sobre la importancia de superar una concepción de alfabetización que se restrinja solamente al conocimiento del sistema de escritura y que, por lo tanto, incluya los desafíos que implica saber leer y escribir en nuestro mundo actual, todavía persiste un debate en el campo de la didáctica de la alfabetización inicial acerca de cómo plantear en la escuela los primeros aprendizajes sobre la lengua escrita. Estos debates están centrados, en algunos casos, en una revisión crítica de los enfoques (Castedo y Torres, 2012; Marder y Zabaleta, 2014; Vernon,
2004), y en otros casos también en el análisis de los resultados de intervenciones específicas (De Mier, Sánchez y Borzone, 2008; Marder, 2011; Grunfeld, 2012; Scarpa, 2014). En versiones muchas veces simplificadas, dentro de los ejes de este debate continúan teniendo vigencia tanto el papel que cumple la llamada conciencia fonológica en la comprensión del principio alfabético de nuestro sistema de escritura como una supuesta polarización activo-pasivo en el rol del maestro.
Desde la investigación psicolingüística y la didáctica de la alfabetización inicial, fundadas en un enfoque psicogenético sobre la adquisición de la lengua escrita, se plantea que aprender a leer y a escribir implica un proceso de reelaboración de la lengua que los niños hablan. Es en las situaciones de producción y de interpretación de la lengua escrita donde los niños encuentran la posibilidad de recorrer un camino de objetivación de la lengua oral.
Sigue siendo pertinente, entonces, repensar cómo concebimos esa «reconversión del lenguaje de un instrumento de acción en un objeto de pensamiento», que supone aprender a leer y a escribir en la escuela primaria. Es decir, ¿las correspondencias grafo-fónicas que nos proponemos “mostrar” a los niños preexisten al acto mismo de aprender la lengua escrita?, ¿o es nuestro sistema de escritura alfabético el que determina “una” forma de analizar ese continuo del habla que los niños ya usan en situaciones de comunicación?
El trabajo de intervención reseñado durante el proceso de escritura de los niños por sí mismos da cuenta de acciones planificadas y sistemáticas por parte de la maestra. Su propósito principal es promover en los niños, reflexiones sobre el sistema de escritura y su relación con la lengua oral. Se trata de un principio que siempre estuvo presente en las propuestas constructivistas: «Concebir que la reflexión sobre las unidades menores de la escritura –palabras y letras– y su relación con la oralidad puede resultar de procesos de reflexión progresiva del alumno, a través de transitar por situaciones propuestas por el docente con intervenciones específicas para propiciarla, es un principio básico de la enseñanza desde una perspectiva constructivista en sentido estricto que toma la teoría psicogenética de la adquisición de la escritura como disciplina de referencia.» (Castedo, 2014:43)
Todavía queda mucho por aprender de las prácticas de enseñanza de la alfabetización inicial. Pero durante más de tres décadas hemos acumulado mucho conocimiento didáctico para planificar y realizar propuestas de enseñanza (con intervenciones sistemáticas y validadas en aula) que, a su vez, consideran los procesos constructivos infantiles.
En este artículo se retoman varios de los temas abordados en los siguientes artículos ya publicados en QUEHACER EDUCATIVO: “La enseñanza de la argumentación. Hacia una mejora de las habilidades discursivas en la escuela” (Nº 57) y “El desarrollo de la competencia argumentativa” (Nº 93).
En este artículo me propongo cuestionar la pertinencia de la opción que hace el Programa de Educación Inicial y Primaria por establecer como contenido de enseñanza “los textos que persuaden”. Considero que, en general, esta clasificación de los contenidos en “textos que...” no solo no contribuye a la enseñanza de la lengua, y en este caso en particular al desarrollo de la competencia argumentativa, sino que genera algunos efectos no deseados que en algunos casos la obstaculizan.
A esos efectos, en primer lugar realizo una breve referencia a la pertinencia del empleo de la noción de género como objeto y herramienta de enseñanza de la lengua.
En segundo lugar efectúo un recorrido por los diversos dominios del estudio de la argumentación, para luego presentar algunas investigaciones que aportan luz sobre el desarrollo de la competencia argumentativa.
Para finalizar, señalo por qué la categoría “textos que persuaden” y la diversidad de contenidos que el programa incluye en ella pueden generar más obstáculos que beneficios. Este último apartado pretende, a su vez, constituirse en herramienta para construir nuevos objetos de enseñanza a partir de los contenidos programáticos.
Retomamos la línea de difusión de los derechos que les asisten a los funcionarios del CEIP en cuanto trabajadores vinculados al organismo mediante una relación laboral, toda vez que así lo defina la Ley Nº 18.508 (Negociación colectiva en el marco de las relaciones laborales en el sector público).
Precisamente, si existe la perdurabilidad de algunos conceptos del pasado en cuanto a esta caracterización, y a la relación del funcionario público con el organismo empleador de que se trate, en este caso el CEIP, es justamente por la ausencia en la aplicación de las normas vigentes. Estas tienen que ver con el derecho a la determinación de las condiciones de trabajo, de todas ellas, no solo el salario, por parte de los funcionarios públicos y las organizaciones sindicales que los representan, y que se inscriben en lo que antiguamente (y no tan antiguamente) se denominaba “relación estatutaria”.
Un libro que invita a pensar, a sensibilizar a los educadores con quienes han decidido caminar su vida en caminos de solidaridad, máxima expresión del amor humano, buscando una sociedad más fraterna y justa.
Para los maestros practicantes, el último año de la carrera magisterial en Uruguay implica trabajar, conjuntamente con un maestro adscriptor, en una escuela A.PR.EN.D.E.R. Este proceso se realiza durante todo un año, de marzo a octubre.
Durante el proceso suceden cosas interesantes, desafiantes, y es por demás enriquecedor. La consolidación del coorientador, maestro–estudiante, consigna y solidifica el trabajo colaborativo, el andar con otros que hacen a las escuelas públicas.
Olvidada, poco conocida, desvalorizada, así es como creemos que es percibida, desde diversos ámbitos del sistema educativo, la práctica docente de cuarto año.
En este trabajo pretendemos dar a conocer dicha práctica, desde la experiencia en dos escuelas urbanas, invitándolos a debatir y reflexionar a fin de dimensionar su importancia y alentar su justo reconocimiento.
Desde el momento en que nacemos, los seres humanos comenzamos a sentir, actuar, conocer y comunicarnos por medio de acciones corporales con el entorno que nos rodea. El cuerpo con sus múltiples funciones actúa como intermediario entre el recién nacido y el mundo. Desde el inicio de la vida, los aspectos cognitivos, conductuales, motores y afectivos integran una globalidad en la que se sustenta la acción. Para poder entender a qué nos referimos con acción corporal debemos definir qué entendemos por cuerpo, ya que hablar de cuerpo es hablar de ser humano y esto implica
una posición filosófica.
Actualmente vivimos en una sociedad donde el cuerpo está revalorizado; la cultura del consumo le ha dado un lugar de protagonismo desmesurado,
colocándolo como un producto comprable que se expone, se consume, se perfecciona. Esta idea de cuerpo “objetivizado” se ha reforzado y redimensionado históricamente.
Muchas veces en nuestro discurso, en el intento de no separarlo de la propia persona, de no “cosificarlo”, nos quedamos sin palabras apropiadas que nos ayuden a hablar del cuerpo como parte indivisible del ser humano: la idea de cuerpo como sinónimo de la persona y de que toda persona es desde su ser corporal.
El sujeto se manifiesta con su cuerpo, pero estas manifestaciones (sentimientos, emociones, pensamientos, acciones) son parte de ese cuerpo, y por ende corporeidad. Se entiende que el término cuerpo contiene implícita una dicotomía (cuerpo-mente) que es definitivamente trascendente superar.
Howard Gardner afirma que los humanos contamos con varias inteligencias, entre ellas la corporal que podemos definir como la capacidad de utilizar el propio cuerpo para realizar actividades o resolver problemas. Como consecuencia de estas investigaciones entendemos que los humanos tenemos capacidades particulares ubicadas en diferentes zonas de nuestro cerebro, pero que a la vez se relacionan y articulan con otras capacidades y
posibilidades con las que también contamos.
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