Creo que quien enseña es aquel que va contra el orden natural de las cosas, sobre todo en esta época en que enseñar se ha vuelto una profesión técnica, una estrategia derivada de cierta forma de hacer y entender burocráticamente la política, un aliado de la falsa idea del empleo, un modo de postergar el presente para sumarse a los discursos voraces y falaces del futuro –el futuro ciudadano, el futuro trabajador, el futuro lector, el
futuro padre-madre de familia– e, inclusive, una figura ahora desprestigiada y confinada a un papel de mediador entre las informaciones y los aprendizajes de los sujetos (Skliar, 2017).
Ir contra el orden natural de las cosas supone, así, una cierta rebeldía, una determinada insatisfacción y un deseo por pensar de otro modo la educación: rebeldía para negarnos a la hipocresía del discurso de salvación de lo educativo, insatisfacción por parecer solo administradores de informaciones, deseo de recuperar la estética del enseñar.
Y aunque es cierto que estos no son buenos tiempos para desnaturalizar una percepción de escuela que funciona en términos de éxitos y fracasos, nuestra búsqueda, incesante, desesperada, consistiría en separar esa identidad perversa entre mundo y vida, sobre todo el mundo horroroso que naturaliza las guerras, el hambre, la miseria, la humillación, la hipocresía, para resguardar, proteger las vidas singulares que son el principio y el
destino de toda educación y de toda comunidad.
Hasta hace poco tiempo pensaba que educar significaba unir en un mismo gesto, en una misma acción, el mundo con la vida o la vida con el mundo. Pero ahora no estoy tan seguro: si el mundo, o cierto mundo, o un cierto mundo emparentado con la escuela, solo desea formar secuaces para un mundo tecnificado, si ese mundo solo plantea un conocimiento utilitario, pues habrá que imaginar una separación que cuide las vidas y que, con ese cuidado, quizá, cree nuevas relaciones en el mundo.