El concepto de transversalidad temática se introduce en la agenda educativa como eje de debates político-educativos dentro de las reformas educativas que llevaron adelante distintos países durante las décadas de los ochenta y los noventa del siglo XX. En el siglo XXI, el término “transversal” forma parte de una nueva concepción curricular que genera una ruptura epistemológica con la función social tradicional de la
institución educativa: el desarrollo de conductas neutras y generalizadas en los sujetos educandos, como base de una homogeneización social.
La transversalidad temática cobra un nuevo sentido curricular que trasciende el tomar un tema como referente organizador de un plan o programa educativo. Se presenta como la oportunidad dentro de las prácticas educativas de hacer visible la contextualización de los fenómenos sociales, políticos, culturales y económicos.
En este sentido tienen un carácter interdisciplinar y transdisciplinar con un enfoque globalizado e integral de la práctica educativa.
En la actualidad se ha desarrollado la formación permanente en la Educación Superior a nivel nacional.
La formación permanente comprende los cursos de educación permanente (capacitación, actualización y perfeccionamiento) y los posgrados (diplomas/ especializaciones, maestrías y doctorados). En cuanto a los cursos de educación permanente cabe señalar que en su propuesta curricular han superado el enfoque de los contenidos curriculares en las prácticas educativas, por ejemplo: la oferta de actualización y perfeccionamiento relativos a contenidos disciplinares o de formación para cargos superiores dentro del sistema educativo. La educación permanente se ha
transformado en un espacio de generación de conocimiento a través de la profesionalización, incluida la educación. Esto supone el desarrollo de comunidades profesionales vinculadas al ámbito de la educación con enfoque interdisciplinar y transdisciplinar, que conciben la relación sujeto-objeto desde una perspectiva situada, contextualizada e integral. Por lo tanto, toda construcción colectiva y participativa de conocimiento se gesta desde “el ser” y no desde “el deber ser”.
Desde el enfoque planteado, cabe señalar que dentro de las políticas públicas del Estado uruguayo está la transversalidad como componente articulador de proyectos y programas.
El concepto de justicia es universal, pero aquí, in situ y en relación con la Educación, en su análisis significa entender las bases epistemológicas del término en un cruce construido desde sus propias raíces. Abarcador y por momentos insondable por las múltiples perspectivas que abre, supera las nociones de igualdad, equidad, inclusión, ya que las contiene; construye un nivel de abstracción que linda con la humanización en el sentir holístico de la Educación.
Este artículo reflexiona en torno a la conceptualización de la justicia social desde una perspectiva sociológica. Pretende abordar el sentido que orienta a las políticas educativas, teniendo en cuenta que el sentido político de la educación está conformado desde una perspectiva ético-política y vinculado con el desarrollo humano, por ende está asociado a la construcción de sociedades más justas, donde la ética del cambio social es el sentido.
Como agentes de cambio, sujetos de derechos y de obligaciones, se asumen un conjunto de compromisos y responsabilidades a partir del rol que desempeñamos los docentes, los maestros, los educadores.
Acercarse a la realidad social para poder entenderla y formar parte de ella, cuando es muy compleja y tan vasta e inacabable, requiere tener marcos teóricos de referencia con conceptos que permitan avanzar en su comprensión. La enseñanza de las Ciencias Sociales implica entre otras cosas abordar temáticas de relevancia social y ofrecer herramientas para poder analizarlas. En este sentido, llevar al aula el concepto de trabajo involucra comprender su valor como actividad humana, entender problemas del presente y definir opciones pensando en el futuro.
En el recorrido del presente artículo se intenta mostrar cómo es posible colocar la mirada en los conceptos de trabajo y cooperativa desde las Ciencias
Sociales y las tecnologías digitales. A modo de ejemplo se presenta una propuesta, en forma secuenciada, con actividades de apertura, de avance
y de cierre parcial, en las que se promueven explícitamente diferentes formas de razonamiento ya registradas en el cuadro que hace referencia a las
dimensiones en Ciencias Sociales según el Documento Base de Análisis Curricular y que son propias del área. Las construcciones conceptuales, el acceso a cierta información, las formas de explicación, el desarrollo de ciertas habilidades lingüísticas y conocer los procedimientos que realizan los investigadores sociales para indagar, deben convertirse en contenidos escolares.
Además aparece la integración de las tecnologías digitales con la pretensión de que sean invisibles en el proceso, favoreciendo la adquisición de
nuevos conocimientos y competencias. Hablar de integración invisible de la tecnología es manejar la idea de que no sea integrada de forma forzada y con el mismo rol con que se puede presentar la pizarra o el papel, sino de que permite nuevos escenarios para la construcción del aprendizaje.
Los recursos seleccionados y creados para esta secuencia también tienen el propósito de favorecer el trabajo colaborativo, la participación, la comunicación y la creación de nuevos contenidos para promover el desarrollo de competencias digitales.
Este artículo es la síntesis del “Trabajo Práctico 2. Ambientalizando el currículum”, realizado en el curso “Educación, Ambiente y Desarrollo”, Maestría en Educación Ambiental. Docentes a cargo: Fernando Pesce e Ismael Díaz.
El tema seleccionado se enmarca en el programa escolar vigente y forma parte de la malla curricular de sexto grado; se incluye dentro de las áreas del Conocimiento Social y de la Naturaleza. El contenido seleccionado amalgama el saber histórico-social del Uruguay en el siglo XX (la segunda modernización y las reformas batllistas) con el saber biofísico que refiere al nivel de organización ecosistémica del pastizal (el equilibrio del ecosistema como resultado de una compleja evolución). Aporta así a la construcción de aprendizajes interdisciplinarios requeridos en prácticas de Educación Ambiental. Se enmarca en el metarrelato contemporáneo que reconoce a la Educación Ambiental como una herramienta útil para mejorar el vínculo entre la sociedad y la naturaleza, a través de la cual se pretende abordar las ventajas y desventajas de cada actividad productiva, buscando evaluar y decidir de manera crítica y responsable la forma en que se explotan los bienes comunes. Los escolares son objeto de particular atención de la Educación Ambiental, objeto prioritario para la proyección al futuro de sus aprendizajes. (cf. Cuello Gijón, 2003:2)
La enseñanza de las ciencias sociales, y específicamente el abordaje histórico, brinda herramientas a los estudiantes para comprender la actualidad y sus conflictos, entendiendo a esta actualidad compleja como producto de las interacciones en el ambiente considerado desde una concepción sistémica, multidimensional y en continua transformación. Asimismo, se cree relevante identificar los diferentes actores en la sociedad, que modifican y construyen el ambiente. Evidenciar las distintas posiciones de estos actores a través de sus discursos, permite reconocer y reflexionar sobre las distintas miradas respecto a un mismo hecho histórico. Esto facilita comprender los distintos grados de responsabilidad ante un mismo conflicto social, generando así la elaboración de un pensamiento crítico que permita comprender los hechos del presente en función de la historia pasada, construyendo su propia postura e identidad.
En nuestro país existe una larga tradición de experiencias sobre Educación Ambiental (EA). Muchas de esas prácticas se realizan de manera intuitiva, basadas en motivaciones y entusiasmos personales, pero con limitado acceso a la formación específica para lograr mayor consistencia y profundidad. No obstante creemos que la escuela es el ámbito propicio para el abordaje de la EA, porque le compete educar en un sentido amplio, integrador
y comprometido con la realidad de la comunidad en que está inserta. No se trata de solucionar los problemas que posee, sino de conocerla primeramente, ¿cómo?, viéndola, tomando conciencia de ella, ensayando acciones, creando opiniones propias que nos permitirán después actuar como ciudadanos con responsabilidad ambiental. En el marco de una secuencia institucional sobre el 5 de junio – Día Mundial del Medio Ambiente, las actividades que se desarrollaron tuvieron como propósito trascender la instancia de descripción de los “problemas” detectados, para ampliarlos a la identificación de los actores involucrados, visualizar algunos costos sociales, económicos y niveles de afectación. Se trataba de plantearnos alternativas y reflexionar sobre las formas de desarrollo económico y su viabilidad ecológica.
Los aportes que se recogieron del análisis de la necesidad de la Educación Ambiental (EA) como eje transversal a lo largo de la escolaridad, nos llevaron a pensar en diseñar una propuesta didáctica que integrara diferentes aprendizajes. Los nuevos enfoques van más allá del ambiente en sí, son una acción de reflexión individual o preferentemente colectiva.
Las actividades de sensibilización debían primar en este nivel de edad. Con las experiencias perceptivas, los niños irían construyendo ese sentimiento de “pertenecer”, de ser parte e integrantes de la naturaleza.
La idea central de este trabajo con el grupo de Cinco años de una escuela de la ciudad de Salto era acercar a los niños a un entorno cercano, cambiante, complejo, para que lo vivan, lo disfruten apelando a lo perceptivo y lo afectivo, desarrollando actitudes de valoración positiva de cuidado y respeto hacia el medio natural y social.
Al igual que en una polifonía, los temas centrales de esta revista se entrelazan en un todo armónico. Son dos ideas sonoras que se desarrollan independiente pero simultáneamente. Al presentarlas en forma separada respetamos la intencionalidad docente.
La primera idea sonora nace en una mirada biológica al entorno, que diferencia, prioriza y hace confluir tres “melodías”, la ecosistémica, la del organismo en su medio y la microscópica. Refiere a las interrelaciones entre el individuo y el medio, al concepto de adaptación y a la importancia de la biodiversidad.
Sus autores optan por ella, aunque bastaría la inclusión de una nota o de un compás para cambiar su sonoridad. Así, por ejemplo, los docentes que presentan su propuesta de enseñanza sobre el dengue excluyen notas intencionalmente al elegir las tres miradas biológicas, aunque parten de una campaña de política sanitaria que intenta un cambio sociocultural y coloca el tema claramente bajo una mirada ambiental. Por el contrario, la extinción del pecarí hace cien años en nuestro territorio y su actual introducción pudo haber sido mirada desde lo ambiental si se hubiesen considerado las dimensiones sociocultural y política tanto en el pasado como en el presente.
La segunda idea sonora fluye a partir de una mirada ambiental. Incluye y torna la melodía anterior más compleja al incorporar las dimensiones social, cultural y política. Presenta algunas reflexiones sobre la educación ambiental con un abordaje sistémico, multiescalar, interdisciplinario y contextualizado.
También en esta melodía bastarían algunas exclusiones para cambiar la mirada; los pastizales pueden ser analizados exclusivamente con una mirada biológica en la que seguramente predominará la ecosistémica.
Como siempre, estas propuestas de enseñanza que compartimos no son modélicas, sino producto de la reflexión de un docente que trabaja en determinada escuela y con un grupo particular de alumnos. Sin embargo encierran teoría, teoría que confiamos pueda serles de utilidad a los colegas maestros para elaborar sus propias prácticas.
Nadie pone en duda que es necesario evaluar en matemáticas, lengua o ciencias sociales. Pero... ¿pasa lo mismo con las clases de teatro? ¿Qué
habría que evaluar? Y si el docente no sabe de teatro, ¿puede evaluar? ¿Se evalúa la expresión? ¿En qué momento de la clase de teatro debo evaluar? ¿Por qué? ¿Para qué? El presente artículo tiene como propósito invitar a los docentes que abordan el teatro en el aula a revisar y reflexionar sobre sus prácticas, poniendo el foco en la evaluación.
El haber recibido formación tanto en la docencia como en artes escénicas me ha llevado a abordar el teatro como disciplina curricular con grupos de niños de diversas instituciones. En función de esa experiencia me propongo compartir la metodología de taller teatral, analizando los distintos momentos de la clase y observando el abordaje de la evaluación.
Es importante tener en cuenta que cuando concibo una clase de teatro no necesariamente me refiero a una obra para interpretar, ni siquiera a un cuento para dramatizar; ni a la expresión catártica sin parámetros ni rumbo pedagógico. Será una propuesta planificada, que pase por diversos momentos
estratégicamente ordenados. El resultado escénico podrá ser una creación colectiva, el ensayo de una obra, el producto de una creación solo para ese día, una improvisación; podrá tener parlamento o no.
Pensar en la evaluación como una actividad que impulsa el aprendizaje y favorece que este sea de mayor calidad, convengamos, no es un pensamiento demasiado común ni demasiado socializado en el ámbito de la enseñanza de las Ciencias Sociales. Fundamentalmente porque aún no está del todo arraigada la idea de la evaluación como «motor del aprendizaje» (Sanmartí, 2015:16), y sí sigue muy instalada la idea de que evaluar es, solamente, poner una nota a un estudiante, o hacer un juicio de valor con relación a sus desempeños.
En el imaginario colectivo, la evaluación es percibida como una herramienta que los docentes utilizan para marcar errores y aciertos de sus alumnos.
Noción en la cual, a su vez, subyace la idea de que siempre es el docente quien ha de detectar esos éxitos y errores en los sujetos que aprenden y, además, quien propone lo que se deberá hacer para mejorar. Esto, por supuesto, nos distancia de la idea de pensar y proponer actividades de evaluación integradas totalmente en el proceso de aprendizaje de los estudiantes. Muchas veces, ese mismo imaginario colectivo refiere a los malos
resultados de los alumnos en la adquisición de sus aprendizajes, conectándolos a causas externas al proceso de enseñanza aplicado. De este modo se evade la responsabilidad de una reflexión urgente y necesaria sobre esas prácticas de aula, y sobre la necesidad de repensarlas en relación con la complejidad y variedad de los aprendizajes de los estudiantes. Se agrega que a esa marcada heterogeneidad entre los que aprenden, debería corresponderse una marcada homogeneidad de los que enseñan. Es decir, la búsqueda de criterios comunes de los enseñantes, y de todos aquellos que se dispongan a considerar la evaluación como una condición necesaria para mejorar la enseñanza.
Es muy común que al momento de evaluar a los alumnos se piense en una “prueba” idéntica para todos, y se olvide que los grupos de alumnos en un grado están formados por niños con distintos intereses, capacidades, historias personales, saberes previos, aptitudes y estilos de aprendizaje; diferencias estas que deben ser consideradas a la hora de evaluar. No se enseña a grupos homogéneos ni para la homogeneidad. Los grupos de clase siempre son heterogéneos, y es imprescindible contemplar y respetar esa diversidad. La autora Jussara Hoffmann (2010) sostiene que «una evaluación justa respeta la diversidad» (apud Silber, 2015). Sabemos de los esfuerzos de los docentes por propiciar una evaluación que tome en cuenta esas diferencias en los aprendizajes de los estudiantes. Que el discurso colectivo de los docentes pregona y acuerda con llevar a la práctica una evaluación formativa y formadora. Que con mucho ahínco se sostiene una “frase hecha”, repetida casi por inercia: la evaluación debe ser formativa (es decir, acompañar los procesos de formación de los alumnos para tomar decisiones de ajuste y mejora en la propuesta pedagógica). Pero lo cierto es que muy poco se sabe de cómo planificar la evaluación formativa, si se pretende que esté orientada a identificar los cambios que hay que introducir en el proceso de enseñanza para ayudar a los alumnos en su propio proceso de construcción de lo que aprenden.
Esto es lo que Sanmartí (2015:20) identifica como la finalidad de carácter pedagógico o regulador de la evaluación. Así es que ciertas concepciones de lo que la evaluación comprende como componente determinante en los procesos de enseñanza y de aprendizaje, traen aparejados algunos implícitos que deberían ser analizados con mucho rigor como, por ejemplo, el acuerdo preexistente de concebir que la evaluación cumple un papel destacado en la escena educativa y el desacuerdo sobre las formas en que debe ser pensada dentro de los procesos educativos (considerando que
es el componente de los sistemas educativos menos permeable a los cambios).
Creemos que el desafío está, pues, en superar la utilización de la evaluación como instrumento para medir, comparar, clasificar y jerarquizar, y utilizarlo prioritariamente para comprender, mejorar, dialogar, motivar y potenciar la calidad del aprendizaje. Transitar por este cambio en la concepción de lo que representa la evaluación en los sistemas de enseñanza debería, al decir de Santos Guerra (2017:9), poner a la escuela de hoy
en el lugar de una institución contrahegemónica. Que rompa con la hegemonía de pensamiento que priorizan los discursos actuales de las políticas educativas, las familias y la sociedad, y que adosan a la evaluación presupuestos tales como «el individualismo, la competitividad, la obsesión por la eficacia, el relativismo, hipertrofia de la imagen...».
La evaluación constituye hoy uno de los temas más profundos de debate en el ámbito educativo y es, de alguna manera, un tema de discusión pública.
Diferentes actores presentan sus visiones y opiniones sobre el tema en cuestión, y existe un amplio marco teórico desde el cual fundamentar las consideraciones.
Este artículo pretende, humildemente, presentar aportes teóricos que fomenten la reflexión y el interés sobre el tema.
En el Prólogo de su libro, Rosales (2000:11) señala que, del punto de vista docente, «evaluar es reflexionar sobre los procesos de aprendizaje de sus
alumnos, sobre su propia actuación como docente, sobre las circunstancias institucionales y sociales que influyen en ellos...». Esta concepción de evaluación contribuye al resurgimiento de la idea de evaluación formativa, desarrollada originalmente por Scriven (1967) (apud Perrenoud, 2008:14).
Evaluar es entonces una manera de regular la acción pedagógica, la posibilidad de tomar conciencia de lo que nos falta ajustar para favorecer
los aprendizajes, rescatando la importancia de individualizar los contenidos con la finalidad de que cada alumno sea partícipe de su aprendizaje. En
este sentido, la función de la evaluación no será meramente informar a padres o a la administración escolar sobre las adquisiciones de los alumnos,
sino que implicaría una tarea suplementaria que obliga a los docentes a administrar un doble sistema de evaluación.
Apostar a una evaluación para el aprendizaje significa enfocarse en los siguientes factores como bases primordiales en los procesos de enseñanza y de aprendizaje:
► La participación activa de los alumnos en su aprendizaje.
► La retroinformación eficaz facilitada a los alumnos.
► La adaptación de la enseñanza para tener en cuenta los resultados de la evaluación.
► La necesidad de que los alumnos sean capaces de evaluarse a sí mismos.
► El reconocimiento de la profunda influencia que la evaluación tiene sobre la motivación y la autoestima de los alumnos, influencias cruciales ambas sobre el aprendizaje.
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